Cada vez que los medios nos traen noticias como la del terremoto de Turquía y Siria el pasado 6 de febrero 2023, nos imaginamos el dolor emocional por las pérdidas materiales y personales, el sufrimiento de las personas que quedaron atrapadas entre los escombros, desesperación de los familiares por buscar a sus seres queridos y el temor por las fuertes réplicas que se sintieron luego del gran sismo.
Pero eso es solo el principio porque, luego, cuando ya no sea noticia, vendrán las secuelas en la salud mental, algo que no se puede cuantificar como las casas destruidas, algo que posiblemente acompañe por el resto de sus vidas a las personas que lo vivieron y a los equipos de rescate que participaron, ellos tendrán que luchar con sus recuerdos, sus pesadillas sus reminiscencias casi reales de lo que vivenciaron, sentirán que ya no son las mismas personas, que algo ha cambiado en sus vidas, en algunos casos para bien y en otros para sumergirlos en el estrés postraumático.
Todos los profesionales de la salud mental debemos ser conscientes de que nuestro país no está libre de verse reflejado en lo ocurrido en Turquía y Siria, vivimos en una permanente amenaza de la placa de Nasca, que en su parte central ha acumulado una mayor cantidad de energía que amenaza liberar un sismo de la misma magnitud de lo ocurrido en estos países.
Debemos estar preparados para aliviar el dolor y el sufrimiento humano de forma rápida y oportuna, pero también trabajar en la gestión del riesgo de desastres desde lo comunitario, forjando comunidades resilientes y organizadas capaces de identificar sus amenazas y minimizar sus vulnerabilidades, y es ahí donde las universidades con sus programas de responsabilidad social tienen también una gran responsabilidad.
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